Santos Madrazo, in memoriam

Victoria López Barahona

Santos Madrazo Madrazo fue mi director de tesina y de tesis. Qué gran fortuna haber sido guiada por alguien de talla intelectual tan inmensa, tanto como su humildad y su amor por la docencia de la Historia -sí, con mayúscula. Santos fue un director de verdad: exigente y generoso, siempre dispuesto a escuchar, a proponer, a corregir, con una firmeza razonada y razonable, amable, amigable, cariñosa (fortiter y re, suaviter in modo, solía decirme). El maldito parkingson se lo llevó el pasado jueves, 5 de junio de 2025 a los 82 años. Si todo lo que he investigado y escrito lleva orgullosamente su sello, los trabajos futuros serán un homenaje a este gran maestro, amigo, alma del Grupo Taller de Historia Social. Que la tierra le sea leve y su memoria persista con absoluto merecimiento por una excelencia como persona, como docente y como historiador que no ha tenido ni tiene parangón y que, intuyo, aún tendrá mucho que decir.

José Nieto Sánchez

¿Te acuerdas de aquella primera vez? Al principio no entendía nada de lo que me decías, pero transmitías tanto saber y buen hacer. Luego la cosa se relajó y te saliste con que tenía que llegar a ser el Kriedte español, y yo te solté lo de la marrana. ¿Te acuerdas, verdad? Aquello fue el comienzo, después muchas horas de charla, buenas comidas, mejor vino y cerveza. Entre tantas veces de regarnos bien el gaznate, cómo nos vamos a olvidar de aquella comida pantagruélica, con Javier Hernando, en casa Jeremías, en Tordesillas. Y algún que otro baile en el que acabamos muertos de risa. Bailabas como un karateka, no he visto a nadie bailar peor, excepto a mí mismo.

La última clase de Santos Madrazo en la UAM en el año 2009

Seguro que también tienes en la cabeza el día de mi tesis. Cuando me confesaste que tu también habías sido vendedor ambulante. Me lo dijiste así, como quien no quiere la cosa. Así has sido siempre conmigo. Te has guardado secretos para momentos concretos, casi calculados al milímetro. Casi siempre has esperado para abrirte, pero al final siempre lo has hecho. Y como olvidar los capotes que me echaste cuando murieron mis padres.

Te lo agradezco infinito. Tanto como las flores que le llevaste a Vicky al hospital, cuando se puso tan malita. Allí estabas tú, con tu sonrisa radiante y cautivadora. Y pasamos un rato que nadie nos lo va a quitar nunca. Oye, y ¿te acuerdas de cuando en Miraflores me llevaste a aquella habitación? Y bueno, fuiste muy generoso, pero me pusiste en un aprieto con aquella chica. Siempre te ha gustado provocarme; más el apuro de ese día no sé aún cómo expresarlo.

Los años de la escritura de la tesis no hubieran sido posibles sin tu magisterio. “Rubio, esto es lo peor que he leído en tiempos, dile a Vicky que hoy castigado sin postre”. “Rubio, esto es muy bueno, avanza por ahí”. “Ya casi lo tienes, pero te paso este libro para que lo remates”. En febrero te planteé un ultimátum; “lo dejo tal y como lo tengo ahora”. Y me respondiste “Búscate otro director o sacas fuerzas y lo acabas”. Me dolió, pero saqué fuerzas y acabé. Y luego toda tu ayuda con el papeleo. No hubiera podido sobrellevar esa parte sin tu apoyo.

Así has sido siempre. Solidario y generoso. Cuantas veces en el Histórico encontrabas algo y se lo pasabas a quién tenías a mano. Las famosas partidas de condones que explotó Mauro, las varias cajas de la Mesa de Madrid que acabaron trabajando Vicky y Jesús, los pleitos de gremios que acuné yo….

También muy heterodoxo, y a lo mejor te duele, un poco bastante provocador. Tu lengua afilada ha salido tantas veces a relucir, tantas a incidir en tal matiz. Te ha gustado ser duro con los duros. Y no te has cortado nada con ellos. Te ha gustado sacarles los colores, e incluso les has dedicado algún palabrón y latinajo de los tuyos. Has sido muchas veces duro en el fondo, y muy elegante en las formas. Eso nos lo has legado a muchos. ¿Dónde lo aprendiste?

Recuerdo muchas veces otra de tus lecciones: a mí me siguen gustando más los viejos rockeros. Lo tuyo son los Gramsci, Rudé, Cipolla, Hobsbawm o Thompson, siempre Thompson. Y qué verdad tienes. Ahí hay, explicaciones con un método, que nos ayudan a entender las relaciones de causalidad del pasado. Historia con mayúscula. En eso has tenido un punto de visionario, al poder ver lo que venía, el triunfo de la sinrazón.

Nunca te tuve de profe, pero me has dado lo más granado de tu saber. Y lo mejor, una amistad sin límites. Gracias, Santos.

Álvaro París

Entre todos los consejos que me dio Santos siempre recuerdo uno: “toda tesis ha de ser, en el buen sentido de la palabra, un panfleto”. A lo que se referiría mi maestro era a que, frente a la costumbre de deslegitimar la historia social crítica con el epíteto de “panfletaria”, debíamos apropiarnos de la etiqueta, pero hacerlo bien.

Santos fue un maestro completo. No era un genio de los que predican desde una torre para ser aplaudido. Era un despertador de conciencias con una personalidad arrolladora, al que le encantaba sembrar una semilla y dejar que la clase discutiese sobre los ciompi o los husitas para acabar imaginando la revolución futura.

Durante más de una década, alumnos y discípulos de Santos nos hemos reunido para celebrar su cumpleaños. Allí, con una fabada y una merluza mediante, me encontraba cada año con quienes habían conocido a Santos a lo largo de su carrera. No pasaba un año sin descubrir una cara nueva, normalmente de un antiguo alumno que había cursado Introducción a la Historia con él antes de que yo naciese. De este modo conocí a una buena cincuentena de sus antiguos alumnos, discípulos y amigos, miembros del Equipo Madrid y compañeros de viaje, que me contaron cada uno una nueva anécdota con la que llenar el zurrón. Descubrí que el número de gente que se sentía agradecida y vinculada con Santos era tan amplio y diverso que era imposible que todos nos equivocásemos a la vez.

Es difícil encontrar un profesor inspirador, un historiador comprometido, un compañero de trabajo honesto y un investigador rebelde en los tiempos que corren en la academia. Pero encontrarse con todo a la vez es verdaderamente excepcional. Que el magisterio, el trabajo y el ejemplo de Santos Madrazo nos ayude a tomar fuerzas para construir una universidad, un oficio y un mundo mejores. Que muera el conformismo y vivan los panfletos. Que viva Santos y la Historia Social con mayúsculas.

Jesús Agua de la Roza

Recuerdo encontrarme por los pasillos del Departamento de Moderna a mis compañeros de promoción que, tras una de las clases de Santos sobre conflicto y movimientos sociales, se enfrascaban en una larga conversación sobre la actualidad y el mundo que les había tocado vivir. Veinte años después, cuando vuelvo a encontrármelos, todos recuerdan con cariño y admiración su magisterio y –especialmente– el compromiso inquebrantable con su trabajo, con la universidad pública… y con la historia. Santos la utilizaba como un espadachín para remover a sus alumnos.
Años más tarde, nos invitó a incorporarnos al Taller de Historia, donde pude disfrutar de su generosidad: las referencias documentales de la Mesa de Madrid marcaron mis primeros pasos en el archivo. Siempre que nos veíamos, quería ponerse al día con los progresos que había hecho, y disipaba las dudas e inseguridades de mi respuesta con su escucha atenta y comentarios certeros. Nunca olvidaré su intervención en el tribunal de mi TFM; su valoración fue un impulso definitivo para comenzar la tesis doctoral.
Hace unos días recordábamos la fiesta de primavera de la UAM a la que nos unimos tras una de las reuniones del grupo… Santos también nos enseñó el valor de celebrar el trabajo bien hecho. Y nos seguirá interpelando para continuar empleando la Historia como una herramienta que permita transformar el presente.

La última foto de grupo con Santos. 2 de marzo de 2024

Manuel Martín Polo

Hace unos días, durante el merecido homenaje a José Miguel López García, afirmé considerarme afortunado. Durante el segundo año de carrera, tuve la suerte de contar con el mejor tándem posible para abordar Historia Moderna I y II; la primera con Pepe, la segunda con Santos, quienes –sigo con la suerte- acabarían dirigiendo mi tesis doctoral. Ambos me descubrieron una historia contundente, crítica, cautivadora, con menos besamanos y más puntapiés (si se me permite la licencia). El tipo de historia que me gustaría hacer. Y es en esta parte donde, por diversas causas, acabé entrando en el redil de Santos.

El primer recuerdo que tengo es el de un tipo peculiar. Superado el shock de los primeros minutos de clase con él, cuando dejó atrás sus característicos “uummmmm” y se lanzó a hablar, sintonizó enseguida con la concurrencia, regalándonos a lo largo de los meses (años para algunos) horas de enseñanzas en un discurso trufado de latinajos, aderezado con ácidos chascarrillos y, sobre todo, preñado de contenido, de historia, de compromiso. Se granjeó el aprecio de quienes habitábamos las aulas, los pasillos de la facultad, las salas de investigadores y los alrededores de sus máquinas de café.

Durante años, tuve ocasión de ir conociéndole, al principio capitalizando la simpatía hacia los segovianos que desbrozó el Segoviano I para pasar luego a compartir con él el apelativo de “segoviano” a secas. Me atrajo con uno de sus temas de investigación y, durante los años de elaboración de la tesis (con paréntesis de paternidad incluido) desplegó algunas de sus virtudes: la paciencia con que acogió algunos comentarios; la adaptación a los ritmos de trabajo de quienes compatibilizamos investigación con trabajo y familia; la gestión de su exigencia (materializada en el grosor de los “peines” que aplicaba a las correcciones de los textos); una disponibilidad realmente sorprendente (en plena redacción de la tesis se plantó en el lugar donde trabajo –con pasmo de mis compañeros- para intercambiar papeles). También la generosidad que mostraba con sus regalos en notas, ocultos bajo un escueto “¿has consultado esto?”, acompañado de una referencia que descubrías, como se desenvuelve un regalo, al solicitarla en el archivo.

Nihil nisi bonum. Así comencé mi participación en la Jornada de homenaje a Eric J. Hobsbawm, celebrada en 2012 junto a Santos y Pepe. Y lo reitero ahora, aunque bien hubiéramos querido escucharte menos veces aquello de “estoy vago”. Nos quedamos con lo que dejas tras de ti: tus enseñanzas, tus estímulos, tus escritos, tus discípulos y el sentir unánime que algunos te han esculpido en frases como “maestro de historiadores” o “el mejor maestro que se pueda desear”.

Sólo puedo insistir en considerarme afortunado por haberle conocido. Una suerte, sin duda.